Seleccionar página

Abraham Lincoln tenía una forma peculiar de tomar decisiones.

Una vez le presentaron a un tipo como posible miembro de su gabinete. Lo miró. Lo escuchó un poco. Y lo rechazó.

—¿Por qué? —le preguntaron.

—No me gusta su cara.

—Pero Mister President… ¿cómo puede juzgarlo solo por eso?

Y entonces Lincoln, con su sabiduría seca de whisky sin hielo, soltó esto:

«A partir de los 40, todo el mundo tiene la cara que se merece».

Tocad y bebed todos de él.

Porque no hablaba de belleza. Ni de estética. Ni de arrugas ni de genética.

Hablaba de carácter. De historia. De alma. De lo que has vivido, lo que has tragado, y lo que has repartido.

Coco Chanel también lo dijo a su manera:

«A los veinte años tienes la cara que Dios te dio. A los cincuenta, la cara que te mereces».

Y tenía razón.

Porque a cierta edad, la cara deja de ser azar. Se convierte en consecuencia.

Si has repartido sonrisas o bilis. Si has perdonado o rumiado. Si has amado o acumulado odio.

Se nota todo. En la frente, en la comisura de los labios, en cómo miras o cómo evitas mirar.

La cara es el reflejo de tu alma… sin filtro.

Y eso me recuerda a una idea que descubrí gracias a Álvaro Sánchez en su blog Gente Invencible —un lugar que te recomiendo si valoras el pensamiento claro y el copy afilado—.

Ahí leí esta historia por primera vez. Y me caló.

Porque hay verdades que no necesitan explicación. Solo necesitan que te las tiren a la cara.

Así que si hoy te miras al espejo y ves algo que no te convence… quizás sea buen momento de cambiar algo.

No lo que llevas puesto. Sino lo que llevas dentro.

Porque como dijo Lincoln… ya no tienes la cara que te tocó. Tienes la que te ganaste.

Somos +10.000 personas aprendiendo...

Te puedes apuntar gratis. Recibirás información útil por email. No es una newsletter al uso... es un mini curso para gente inteligente.

WordPress Video Lightbox